El voto

Que no voten los tontos, ni los ignorantes. Eso es obvio. Ni tampoco los desinteresados, los apáticos, los que no pueden tomar en cuenta los grandes intereses de la Nación.
Que no voten los gordos, porque son voraces, ni los flacos, porque no saben desear. Que no voten los muy jóvenes, porque no tienen experiencia de vida, ni los viejos, porque están desengañados. Que no voten, por supuesto, los religiosos, porque depositan en el más allá la resolución de los males presentes y confían más en Dios que en quienes los representan. Pero que tampoco voten los ateos, ni los agnósticos, porque no pueden creer en algo trascendente, ni los demasiado altos, porque no pueden identificarse con la media y ven todo desde arriba. Los muy bajos tampoco deberían votar porque observan el mundo desde una perspectiva que no abarca totalidades, y en general necesitan de otro que perciba el conjunto, sobre todo cuando el horizonte es cubierto por la muchedumbre.
Que no voten los carenciados, porque están acuciados por sus necesidades inmediatas y eso les quita grandeza, ni los satisfechos, porque son conservadores y no se identifican con los que necesitan.
Que no voten los sucios, porque en su dejadez dan cuenta de la falta de preocupación por el semejante, ni los muy limpios, porque su pulcritud es evidencia de desplazamiento al detalle y centramiento en las apariencias. Los primeros no podrían darse cuenta de que su tolerancia a la mugre es también tolerancia a la suciedad moral, los segundos podrían confundir limpieza con honestidad.
No deberían votar los sommeliers, porque su olfato se ve atro?ado por el aroma del vino, ni las cajeras de supermercado, porque contabilizan el producto sin tomar en cuenta su valor de uso.
Tampoco deberían hacerlo las maestras, que están demasiado inmersas en el mundo de la infancia, así como los pediatras, y es sabido que los niños no solo no poseen la razón, sino que impregnan de irracionalidad todo lo que se les aproxime en exceso.
Mucho menos, por supuesto, se debería permitir el voto a los sepultureros, porque tienen una imagen trágica del mundo, e impregnaciones melancólicas que no les permiten avizorar un futuro mejor. ¿Con que justificación deberían acceder al voto los peluqueros, si su perspectiva se ve capturada por el aspecto exterior de la cabeza? ¿Y los pedicuros, cuyo horizonte lo marca la planta del pie del otro?
Los cocineros viven ritmos que alteran la temporalidad, al tener el día fracturado al menos en dos actividades que se repiten de manera idéntica y en las mismas circunstancias. Produciendo, por otra parte, un servicio que se agota en el momento de su consumación, constituyendo el paradigma mismo del mito del eterno retorno.
Los periodistas no deberían votar, porque bombardeados por el exceso de información, es difícil que puedan regulada en el momento de elegir y podrían quedar sometidos a la duda obsesiva o a la improvisación circunstancial para salir de la misma. Su conocimiento, por otra parte, de los entretelones de la política, los hace proclives a un escepticismo que no debería minar el entusiasmo con el cual la ciudadanía debe encarar el acto eleccionario.
Pretender que los asalariados voten es absurdo, porque no podrían nunca comprender los intereses de quienes generan sus puestos de trabajo, de modo que solo se inclinarían por sus intereses parciales y jamás tendrían en cuenta aquellos del conjunto.
Tampoco deberían votar quienes tienen cuentas no saldadas con la sociedad, sea a favor o en contra. Los primeros porque no tienen derecho a opinar sobre el modo de conducir el futuro, ya que han afectado a sus conciudadanos; los otros, porque en razón de sentirse dañados, están demasiado preocupados por el pasado y porque se haga justicia de algo que, con el paso del tiempo, habría que sepultar definitivamente para poder avanzar.
No se debería permitir el voto a los padres de adolescentes de vida ligera que fueron violadas y asesinadas en fiestas en las cuales participaron; aquellas que subieron a coche de algún joven de sociedad de sus lugares de origen sin prever que esto podría conducirlas a la muerte; muchachitos que por su aspecto descuidado pudieran confundir a los servidores del orden y llevarlos a disparar conservando la duda razonable respecto a su criminalidad potencial; madres de ex guerrilleros, cuyos hijos murieron por atentar contra la paz de la Nación o abuelas de niños que habiendo sido cuidados por familias sustitutas luego de la muerte de sus padres se rehusaran a reconocer los derechos y generosidad de sus guardadores por estar sus mentes demasiado repletas de fantasías sobre la historia y de ingratitud por quienes regularon la violencia de la Patria.
No deberían votar, en definitiva, quienes no posean un trabajo honesto, pero tampoco los egoístas, cuya limitación moral se manifieste en que aun cuando viven de su trabajo no dan trabajo a otros, no posee empresas o funciones jerárquicas que den contada prueba de su solvencia y capacidad tanto moral como laboral.
Queda abierta la posibilidad de que miembros de fuerzas de seguridad en general, funcionarios que no se vean limitados por alguno de los rasgos precedentes, familiares de victimas inocentes (vale decir, insospechadas de toda implicación en actividades no aceptables moralmente) puedan ver su voto contabilizado como doble, en función de la importancia que asume tanto su experiencia como su responsabilidad en el resguardo de los intereses de la ciudadanía.
La redefinición de voto universal se vería regida, entonces (como lo propician quienes han instalado este debate agotado en el siglo XX apelando a su derecho de reformular la Constitución Nacional en función del sufrimiento padecido) por una nueva delimitación del universo factible de acceder al mismo, no debiendo ser considerada una restricción a su ejercicio el hecho de que esta universalidad no contemple a todos los habitantes del territorio, ya que solo se trataría de una extensión de las limitaciones de edad y raciocinio existentes, con vistas a mejorar su eficacia y a garantizar, definitivamente, un destino adecuado para todos los argentinos.